miércoles, 21 de julio de 2010

De úteros

Vos me hablabas, no sé bien de qué (ojala no haya sido importante), y yo pensaba en que Sábato casi nunca se equivoca. Por lo menos conmigo. O tal vez soy yo, que me amoldo a lo que él dice de mí y de todas, porque lo quiero tan irracionalmente que me gusta que darle siempre la razón.

Así que eso: vos hablabas, exteriorizabas, y yo me replegaba y me oscurecía; vos te ibas cada vez más lejos, más exógeno, más convexo, y yo sentía solamente como me palpitaba el corazón y me burbujeaban los fluidos y me convertía en húmeda, enigmática y recelosa matriz. Quizás incluso tuviese ganas de llorar, grotescamente, por lo extravagante de la idea de las profanaciones dulces. Y había cierta sensación nueva, cosquilleo de madres, brujas, diosas, pitonisas, mártires, locas; siglos de humanidad femenina, compartiendo mis pechos, mis caderas, mi cuerpo entero, todas conmigo y algo mío en todas ellas.

jueves, 1 de julio de 2010

Yo no creo que esté todo bien si salto por la ventana

De vez en cuando pasa, llega un día (puede ser cualquiera, pero viernes, miércoles y domingos son los más frecuentes –y así y todo el índice más alto de suicidios se registra los lunes) en que bajamos los decibeles, las revoluciones (todas) y nos damos cuenta de que tenemos el cuello agarrotado y la nariz casi contra el piso. En esa posición grotesca, del cuerpo doblado en dos por la línea de puntos de la cintura y la cabeza entre los pies, que se mueven con cuidado para no chocarla mucho, nos paramos en alguna plaza, en la calle o sencillamente en la intimidad del hogar y, después de reflexionar un rato sobre ese dolor muscular que hace días (o meses o años) nos acompaña, pero que nunca fue tan intenso como ahora, extraemos dos conclusiones:
a) la gravedad existe y empuja nuestra cabeza hacia abajo
b) la cabeza nos pesa

Y la cabeza no tiene que pesar, porque va arriba, porque si pesa tironea inevitablemente hacia el piso y es ese tironeo el que nos duele y es esa posición lo antinatural.

CORDURA. Una careta de cordura sobre la cara propia es la que pesa, una careta que se engrosa y se endurece cada vez más. Inevitablemente crece, y se alimenta de sonrisas vacías, de cortesía y de simulación. Y de lágrimas tragadas, suspiros enlatados y gritos procesados. De pedantería intelectual, de erudición barata. De cultura. De modales. De despertadores y cubiertos y servilletas. De zapatos altos, figuras flacas, revistas del corazón. De cortinas blancas y orgasmos fingidos, de culpa archivada y cajones con llave. De palabras, pero de malas palabras, que son esas que se callan porque asusta dejarlas en libertad (al fin y al cabo, uno nunca sabe qué estragos puede causar un “teamo” o un “teextraño” o un “sosmuyimportanteparamí”). De todo esto y más cosas que no sabemos y de escalas de grises se construye, y de a poquito empieza a pesar y a tirar abajo, abajo, abajo, hasta que el microcosmos de la rendija de las baldosas es lo único que entra en nuestro campo visual.

CRASH. Qué lindo, pero qué lindo, cuando se rompe (aunque tan sólo sea por un ratito y enseguida empiece su proceso de reconstrucción). Qué lindo, sí cariño, cuando llega el día (puede ser cualquiera, pero viernes, miércoles y domingos son los más frecuentes –y así y todo el índice más alto de suicidios se registra los lunes), el día de los añicos.