martes, 14 de junio de 2011

Tu no tienes la culpa, mi amor, que el mundo sea tan feo

Y desespera saber que no tengo ni el neurótico consuelo de la demanda porque me aplasta la violenta certeza de la ausencia tuya, que es santa. No puedo perdirte que me juntes y acurruques, que me estreches, me ensalces, me endioses, postrado, y me alces; que beses mi ombligo, lo llenes, lo calmes; que dejes de amar tus marcas, tus golpes, sus cartas. Nunca devendrás, neonato, azulado, a beber de mis pechos. Sos otro, todos, ninguno, acaso uno, de cualquier manera, en otra dimensión, fura de mí, lejos de mí, distinto de mí, de este vientre sediento, de esta angustia de poder nombrarte, tocarte, besarte, recibirte, rodearte, febril, húmeda, abnegada, sin siquiera rozarte. Me miraste azorado desde el otro lado, tal vez te preguntabas lo mismo. ¿Cómo inmortalizar el latido, el nudo, el desvelo? ¿Cómo decir esto sin matarlo, envenenado?

No puedo rogarte imposibles, que tomes el hacha, destroces paredes, me abraces el alma.

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