Sacudo la cabeza y digo que no, no te voy a querer siempre.
Corazón de cuarto creciente.
Sacudo la cabeza y digo que no, no te voy a querer siempre.
Corazón de cuarto creciente.
Afortunadamente las certezas aún no me quitan las dudas y todavía me rindo ante lo que eriza la piel. Lo que dilata las pupilas, lo que hace borbotear, lo que me coquetea desde los bordes filosos hasta ponerme de rodillas. Me abofetea, me tumba, me arroja en caída libre y me levanta de madrugada con la frente sudando frío y el corazón en la otra punta de la cama.
Que late.
Para mi tristeza, con el tiempo me olvidé de cómo decía el DNI que se llamaba, pero su abuela le decía “Caló”, que significaba “negrito” en gitano (o al menos eso me contó) y Caló fue el nombre que dibujó con los fibrones de colores.
Redundantemente, entonces, Caló era negrito y gitano. Tenía ojos verdes, once años y algunas experiencias que me contó a cambio de que le regalara un pancho del carrito. “Yo a mi papá nunca lo quise”, empezó diciendo. Le gustaba hablar. Odiaba a su papá porque le robaba la cama para dormir la siesta con su mamá. Su novia lo había dejado porque él “era como todos los tipos”. No iba a la escuela porque no le interesaba. Una vez se había escapado de su casa y había dormido toda la noche en
Lo acompañé a vender tarjetitas. Me hizo pedir monedas y me retó porque lo hice mal. Se acercó a una mujer tomaba un café en Córdoba y Corrientes, en una de las mesitas de la peatonal, “así ves como se hace”, pero no le salió bien; fue cortado con un severo “no tengo monedas” y yo me reí. Pero Caló le pidió un pucho y la mujer se lo dio.
Cuento esto acá porque yo no acostumbro tomar café en Córdoba y Corrientes. Probablemente este que narro sea mi único episodio con Caló y se termina justo en esa intersección de calles, porque por ahí pasa mi colectivo.
Me despidió con el humo en la cara y se hizo humo también, al igual que el nombre de su DNI, el nombre de la provincia en la que había nacido, el nombre del hotel del que lo habían echado esa mañana, el nombre de cada cosa.
(Por eso nombrarlo de nuevo, ¿no? Para que no se nos esfume todo)
No nos encontró mi viejo y todo fue un revoltijo anaranjado y feliz en el sofá lleno de marcas y amores. Un beso chiquitito, ¡tenías tanta cara de miedo! Me reí; me sentía toda llena de risa, cosquillosa y con ganas de bailar. Me moví mucho arriba tuyo, sin dejar las manos quietas y mordisqueando aquí y allá, buscando la forma de animarte a vos. Estabas todo quieto abajo mío, sentado con las piernas juntas y con las manos pegadas a mi cintura. No me conformaba. Continué revolviéndome, bulliciosa, hasta volverme evidentemente insoportable.
En un momento me dijiste que me querías y me dejaste inmóvil. Dos besos en el cuello, la respiración en la oreja, dedos escurridizos. A tu merced.
Me pidió que le prendiera un pucho en la hornalla de la cocina mientras se acomodaba en el umbral y yo no prendí la luz cuando entré, aunque las insulsas llamitas azules de cierta forma rasgaron la imperturbabilidad de la cosa. Bueno, es que después de eso ya no podía afirmar que nadie había pasado por mi casa, por mí.
Compartimos un frío de madrugada, un clima de medio-secreto, una catarata de pavadas y algunas cosas que no me acuerdo. El humo era un resto, la diferencia entre que hubiese venido y que no (así de insignificante, vaporosa y efímera; así de poquito me importaba). Pero me acuerdo de que buscó abrigarse las manos debajo de mi remera y que yo busqué en su tacto mi cara de ese tiempo, le pedí a su boca que me diga mi decir. Y como tantas otras veces, me contó mi cuento preferido: que yo era una luna, radiante, redonda y completa.
Y desespera saber que no tengo ni el neurótico consuelo de la demanda porque me aplasta la violenta certeza de la ausencia tuya, que es santa. No puedo perdirte que me juntes y acurruques, que me estreches, me ensalces, me endioses, postrado, y me alces; que beses mi ombligo, lo llenes, lo calmes; que dejes de amar tus marcas, tus golpes, sus cartas. Nunca devendrás, neonato, azulado, a beber de mis pechos. Sos otro, todos, ninguno, acaso uno, de cualquier manera, en otra dimensión, fura de mí, lejos de mí, distinto de mí, de este vientre sediento, de esta angustia de poder nombrarte, tocarte, besarte, recibirte, rodearte, febril, húmeda, abnegada, sin siquiera rozarte. Me miraste azorado desde el otro lado, tal vez te preguntabas lo mismo. ¿Cómo inmortalizar el latido, el nudo, el desvelo? ¿Cómo decir esto sin matarlo, envenenado?
No puedo rogarte imposibles, que tomes el hacha, destroces paredes, me abraces el alma.
Pasar la tarde comiéndome las uvas de la parra que antes me atemorizaba por ser el lugar por excelencia de las gataspeludas que reptaron por mi infancia, y donde esa vez, a los ocho años, encontré la oruga verde y lampiña que adopté y metí en una caja con pasto que devoró rápidamente para después palmar, por inanición, seguramente pensando en su viscoso cerebro que no existe, en lo negligente y macabra y egoísta que es la puta humanidad, especialmente sus niños.